Mujeres de Kabul

Desde la llegada, en septiembre de 1996, de los nuevos amos de Kabul, el apartheid ha hecho su aparición en Afganistán. Una segregación basada no en el color de la piel, sino en el sexo.

Kabul, marzo de 1998. Llueve desde hace diez días en la capital afgana en ruinas, y las callejuelas del enorme bazar central no son más que inmensos lodazales. Arrastrando los pies, los kabulíes, envueltos en la delgada túnica que les sirve de manto, deambulan por las calles. Hay hombres, pero pocas mujeres. En ese país en guerra desde 1 979, la mujer está sometida actualmente a una ley implacable. En pocos meses han arreciado las prohibiciones sobre una población femenina desarmada y atemorizada. Prohibición de pasear solas por las calles: como fantasmas, las mujeres avanzan rozando las paredes en grupos de dos o de tres, ocultas bajo el chadri, un velo total que sólo deja pasar su mirada a través de una rejilla de tela. Prohibición de trabajar, de estudiar. Y, colmo dé males, de recibir atención médica en los hospitales públicos. Desde 1997 sólo tienen acceso a las clínicas privadas que no pueden pagar o a un hospital destartalado, sin agua, sin electricidad, sin calefacción y sin quirófano. En otras palabras, un sitio al que sólo se va a morir.

En el Afganistán de los talibanes, “estudiantes de religión”, sólo los médicos varones pueden ejercer en los hospitales, pero no tienen derecho ni a atender ni a operar a una mujer. El doctor Shams, que tuvo que dejar morir a su prima sin poder brindarle los cuidados indispensables, da rienda suelta a su ira: “Los talibanes no son más que extremistas, militares que imponen su voluntad al pueblo por la fuerza. Son salvajes, que no consideran a la mujer como un ser humano y la han relegado a la categoría de animal”. El doctor Shams está casado, pero no tiene hijos: “Si por desgracia tuviese una hija, ¿cuál sería su futuro?”

En efecto, Shaima, veinte años, tiene la impresión de que le han arrebatado el porvenir: “Cuando llegaron los talibanes, estudiaba medicina, llevaba vaqueros, escuchaba música, iba al cine, salía con mis amigas. De la noche a la mañana, todo eso se prohibió. Cuando salgo tengo que ponerme el chadri, que me da dolor de cabeza, e ir acompañada por mi hermano o mi padre.  Es intolerable”. Sentada a su lado, la madre, Mar Gul, directora de liceo hasta 1996, asiente. “Nuestra vida se ha convertido en una prisión y el porvenir de mi hija será lavar ropa, guisar, ocuparse conmigo de la casa. Las mujeres ya no existen: para los talibanes sólo sirven para hacer hijos.”

En un rincón de la habitación, oculto bajo prendas de ropa, un pequeño receptor de radio ha escapado a  los últimos allanamientos de la milicia talibán. Mar Gul sigue mi mirada y sonríe: “Se llevaron la televisión y los casetes, pero no vieron la radio. Gracias a ella, oímos la BBC a escondidas. Eso nos permite saber que el mundo habla un poquito de nosotros”. Mar Gul y su hija logran aún subsistir materialmente, pero no es el caso de todas las afganas.

En Kabul 13% de las mujeres son jefes de familia. Deben alimentar solas a sus hijos, aunque les está prohibido trabajar. Desafiando los palos que les propinan los jóvenes talibanes de la milicia “de promoción de la virtud y prohibición de los vicios”, algunas vagan por las calles, mendigando al azar una magra ración. Otras hacen cola ante los centros de las organizaciones humanitarias. Pero en julio de 1998 los talibanes expulsaron a las treinta ONG que actuaban desde hace años en la capital en ruinas. Hoy día permanecen en Kabul las Naciones Unidas que el pasado mes de mayo suscribieron un compromiso con los talibanes. Dicho compromiso afirmaba, en particular, que “la condición femenina en el país debía transformarse de acuerdo con las tradiciones afganas e islámicas”. Sin la presencia de las ONG, que les procuraba algo de dignidad y permitía a algunas médicas y enfermeras seguir trabajando, ¿cuál es el futuro de esas mujeres cuya existencia niegan totalmente los hombres que controlan el poder? Con la partida de los occidentales, ¿los talibanes harán aún más férrea la ley que les permite ahorcar, lapidar, cortar manos en público?

Pese al terror que reina en el país, las mujeres no vacilan a veces en rebelarse. Bajo el chadri, Shamira lleva un vestido largo. Tiene anillos en las manos y las uñas de los pies pintadas. En su rostro ovalado brilla una mirada penetrante y levemente temerosa. Antes de que llegaran los talíbanes, Shamira era catedrática de derecho en la Universidad de Kabul. Hoy enseña inglés en una de las numerosas escuelas clandestinas de Kabul, que reciben a unas ochocientas muchachas. En dos oportunidades durante la entrevista, Shamira se levanta y se acerca a la puerta. Cuando le pregunto qué teme, me responde que los vecinos podrían oírnos y avisar a los talibanes. En Afganistán la delación es un mecanismo que funciona bien. Frente a tanta aprehensión, le pregunto: Silos talibanes llegaran ahora, ¿qué pasaría?  La respuesta zumba como un latigazo: “Nosotras seríamos ahorcadas y ustedes arrojadas a un calabozo”

¿Por qué correr entonces tantos riesgos para enseñar clandestinamente? “Porque queremos aprender. Ustedes son mujeres libres, pueden leer, estudiar, pensar. Pues bien, las afganas aspiran a otro tanto. Los talibanes nos prohíben estudiar, pues tienen miedo de que nos rebelemos. Somos educadas, ellos son incultos, es eso lo que los asusta.” En la habitación contigua, las alumnas de Shamira repiten una lección de literatura inglesa en un murmullo. Será uno de sus últimos cursos. Algunas semanas más tarde los talibanes entran a la fuerza en todas las escuelas clandestinas, destruyendo cuanto encuentran a su paso.

¿Qué ha sido de esas muchachas que cifraban todas sus esperanzas en el aprendizaje de esa lengua prohibida para huir del país? Una esperanza frágil pues, como sólo tienen frente a ellos una oposición debilitada, los talibanes avanzan de victoria en victoria y controlan ahora más del 80% del país.

Por: Elizabeth Drévillon, El Correo de la Unesco, octubre 1998.
 

La artesanía de palo fierro

Desde mucho tiempo atrás, los grupos étnicos seris y yaquis han trabajado la madera de palo fierro, cuya distribución abarca el desierto de Sonora, la península de Baja California y el suroeste de los Estados Unidos (Arizona y California).

Los seris y yaquis se inspiraban  en el entorno que les rodeaba para hacer sus piezas, como, por ejemplo, cactus, saguaros; animales como correcaminos, tecolotes, águilas, tortugas, liebres, focas, lobos marinos, pez vela, delfines, tiburones, entre muchas cosas más.

La madera de palo fierro es muy parecida a la del ébano; es muy dura, de una consistencia vidriosa y a diferencia de la mayoría de las maderas que flotan, ésta se hunde en el agua. Algunas personas la utilizaban como carbón porque dura mucho la brasa. De ahí su nombre de palo fierro.

Don Manuel Vargas Oros, artesano de Santa Ana, localidad al norte del estado, no contó: “Hay días que salgo temprano para buscar un poco de madera. Antes los tenías mas cerca de mi casa, pero ya se están acabando”. Con más de 15 años trabajando el palo fierro, don Manuel continuó su relato: “En otras ocasiones tengo que adentrarme por el desierto en mi vehículo, durante varias horas. Hay que buscar los troncos que estén secos porque son los mejores para trabajar, también buscamos a los que les cayó un rayo y ya están totalmente muertos y que por cierto, son el hábitat de animales como víboras, monstruos de gila, lagartos pequeños o de aves como búhos, halcones aguilillas o lechuzas. En ocasiones los cortamos y los dejamos secar hasta cinco años, porque si no esperamos, al trabajar esa madera queda rojiza – amarilla y es más difícil de manejar”.

Don Manuel nos contó también que antes los seris y los yaquis la trabajaban totalmente a mano: “Ellos cortaban la madera con hacha, con la escofina le daban forma, con un vidrio la alisaban, la pulían con arena fina del desierto, y el acabado final se lo daban con cebo de coyote. Se tardaban, pero, eso sí, les quedaban unas esculturas ¡chulas como ellas solas! Ahora nosotros ya usamos motosierras, motores con esmeril, lijas, mantas para pulir y tintas artificiales”.

Sobre el proceso de elaboración, don Manuel continuó explicándonos que ya cuando la madera está seca y lista para trabajar, cortan pequeños trozos como de 10, 20 o 30 centímetros, dependiendo de la pieza, para poderla manipular mejor frente al motor. Después de cortarla, hacen una forma cúbica con una sierra circular, para después obtener un esbozo del animal o planta, todo con ayuda de un esmeril. Enseguida se redondea y afina con lijas, que también giran en el motor, para después entintar las piezas a mano, una por una. Por último colocan una manta con un poco de pulimento y al hacer girar el motor, sale el brillo. Entre toda la familia hacen entre 40 y 50 piezas al día, que son vendidas a un mayorista de Nogales, quien a su vez las comercializa en Estados Unidos.Arte que traspasa la frontera. Es hasta los años setenta que esta artesanía comenzó a distribuirse adecuadamente. An-teriormente la madera también era usada como leña. A partir de los ochenta, su venta se elevó gracias al uso de motores y a una buena distribución, que la hizo llegar a lugares como Canadá, Estados Unidos o Japón. También llegó a haber talleres en Acapulco y Guadalajara. En el inicio de la década de los noventa, fue tanto el mal uso como explotación para leña y carbón, que el gobierno tuvo que vedar el árbol de palo fierro, para que no se lo acabaran y sólo quedó permitido su uso para la artesanía.

Hay quienes opinan que este oficio se industrializó tanto que perdió su vena artística; pero en algunas plazas aún se pueden encontrar piezas singulares y hermosas.

Hoy día aún trabajan la artesanía en Bahía de Kino, Caborca, Magdalena de Kino, Pun-ta Chueca, Puerto Libertad, Puerto Peñasco, Santa Ana, Sonorita, entre otros lugares del estado de Sonora.
Gustavo Vela Turcott (texto y fotografías). “La artesanía de Palo Fierro”, revista México desconocido, México: Año xxx, núm. 353, julio 2006, pp. 52-55.